Joaquín no tiene pelo. O, mejor dicho, sólo tiene pelo a rodales. Le crece mal desde hace cinco años porque tuvo un tumor en la cabeza y le afeitaron para operarle. Luego le cayó todo con la quimio y nunca más le volvió a salir bien. Joaquín tiene veintipocos años y es de un pueblo, pero no sé cuál. Su valenciano es perfecto, a mi me suena dulce. Mide casi dos metros y no es muy hablador. Joaquín y su madre son nuestros compañeros de habitación en el hospital. Jorge, mi hijo pequeño, ha tenido una lesión en la rodilla este verano y, al final, ha tenido que pasar por quirófano. Cuando llegamos ayer estábamos solos. Solos y nerviosos. Pensando que aquello era una lesión grave.

Leishmania. No es el nombre de un país lejano. Quizás Tolkien podría haberlo utilizado para dibujar una princesa protagonista de oscuras aventuras. En ese caso,  el autor no andaría nada desencaminado. Nada. Kala llegó una tarde, hace ya doce años. Entró en el camino que llega a casa con el trote alegre de un cachorro abandonado que por fin encuentra alguien con quien jugar. Aquel día abrimos la puerta y entró en nuestras vidas. Más tarde llegó Athos y lo acunó. Y le dio calor sin dejar paso a los celos que siempre acechan a las reinas destronadas. Hoy mismo sus ojos hablan de amor y sus orejas caen en reverencia estudiada cuando, simplemente, le miras.

Pepa, Virginia y su amiga suman casi 300 años. Viven en la esquina, a 200 metros de mi casa y les encanta jugar al parchís, salir a buscar espárragos y cocinar paellas a leña para la familia y los amigos que, cada domingo, llegan temprano llenando de vida y sonido este pedacito de huerta. Las paredes de su vivienda lucen encaladas y una gran buganvilla preside el muro que comparte con Susi, mi otra vecina.