Las colas de la guerra

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Allá donde estés sé que me riñes y me pides que escriba. Lo sé, porque lo hacías cuando estabas más cerca. Así que voy a comenzar a contarte por aquí lo que veo y lo que diariamente escribo en mi cabeza y no soy capaz de plasmar en este “papel” blanco, porque el tacto de las teclas me gusta demasiado y me duele más todavía. Escribiré para contarte lo que va pasando por estas tierras… para ti, mi querida amiga…

Ayer fui a Mercadona a comprar. Era sábado de Pascua. Sobre las 12.30 h. hacía calor y sol. Y cogí el coche (una furgoneta muy chula que no conoces y que tiene un volante de flores y un pin de perfume con una figura de Minie llena de brillantes). A unos 100 metros del supermercado un policía muy amable me paró y me preguntó dónde iba. Cuando le expliqué dónde vivía y que no podía comprar comestibles en un sitio más cercano, me dejó pasar.

Estaba el parking lleno, como otros sábados, quizás algo menos. Bajé del coche y para entrar tuve que aguardar una cola de media hora con mi mascarilla puesta. Sola y a un metro de la persona más cercana. No había risas porque la mascarilla las esconde, pero yo intuyo que tampoco las hay porque el miedo las mata.

Llevaba una lista de la compra corta, -ahora no hay que pasarse mucho porque ni Javi ni yo estamos trabajando-, pero a eso ya estoy acostumbrada. Ya sabes, tantos años sumando mientras metía mis productos en la cesta, que esto me cuesta poco. Lo que me encoge el corazón es acudir, con el dinero en la mano, a comprar una pizza para mi hijo y no poder hacerlo porque se han terminado o darme cuenta que es una quimera conseguir aquellos guantes desechables que acostumbro a utilizar en la cocina.

No te he explicado lo de las mascarillas… ya somos como los orientales que nos visitaban y pensábamos que no querían que les pegásemos algo. Ocurre al contrario, nos las ponemos porque por el aire viaja un bicho invisible, que mata a muchos pero a otros sólo les hace contagiar. En cierta manera me alegra que no puedas ver esto.

Tengo el corazón roto por algo que se hace llamar Covid-19. El que ha propiciado una Guerra Mundial. Pero no tengo miedo. Todavía en esta España rara, que aplaude por las tardes en los balcones y pone himnos de canciones de los 60, queda ESPERANZA.

Y, por eso, no tengo miedo.

Debajo de mi mascarilla luce una sonrisa.

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