El edificio blanco

Flores blancas...

El miércoles se desplomó en los brazo de su hijo Luis. Es la cuarta vez que una burbuja pequeña pasea por sus venas hasta llegar al cerebro y la deja sin sentido. Esta vez es peor porque sus ojos no miran y sus oídos no quieren escuchar. Aun así, ella es fuerte. Muy fuerte.

Los tres hermanos corren hacia el edifico blanco que salva vidas y entran con la esperanza de salir de allí como tantas otras veces en los últimos años… Parece muy grave, dicen. Dejadla descansar.

Las pruebas confirman la línea recta… plana, que su cuerpo dibuja.

Y así comienza la espera. Ella, bella en su senectud, con esas manos largas…  Esta vez las uñas no están pintadas con la laca que tanto le gusta. El pelo rojo, porque rojo ha sido su color preferido. Coqueta, mujer, madre, abuela.

Ellos tres, sentados en fila, la miran. Y charlan. Y se preparan para la vida sin ella. Y lloran y ríen también.

Ellos tres, sentados en fila, la aman. Cada uno a su manera. La aman. Porque a una madre se la ama profundamente.

Ellos tres, sentados en fila, pelean con las ganas de preguntarle mil cosas que se quedaron por el camino, pelean con el hambre, con el sueño, con las ganas de fumar, con las ganas de llorar, con el calor, con el dolor…

Ellos. Sus tres hijos. Juntos. Casi de la mano. Esperan a su lado tres días con sus tres noches. Hasta que se da por vencida. Tranquilamente. Sin estridencias.

Llega a las siete de la mañana. Y se la lleva en paz. Pero no es negra. No es fea. Permite que su rostro se relaje y  mire a sus tres hijos.

Luis, Maribel y Javier, sentados en fila, estiran sus músculos entumecidos, se levantan, tranquilos. Las lágrimas por dentro queman. Fabrican surcos invisibles… Y la vida continúa fuera de esas paredes blancas.

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